Sola en La Paz me propuse terminar con algo, algo de eso todo que siempre siento que tengo que terminar. Porque me la paso acumulando melodías, frases y rasgueos como nuestra amiga Sabrina acumulaba telas: para hacer algo con eso. El problema es que tampoco era cuestión de andar machacando sobre la misma idea todo el día. Así que después de dos horas, dos horas y media, y un sándwich de palta completo, salía a caminar.
Elegía siempre distintos caminos y, generalmente, hacía parada en un parque o en una plaza para descansar y fumarme un cigarrillo.
En febrero, en La Paz, el clima en es bastante diferente al de Buenos Aires. Llueve y sale el sol tres veces al día, como si fuera verano, pero la temperatura es invernal. Hace frío y el sol se siente débil en la cara, aun estando 3800 metros más cerca.
A la hora del té podía elegir entre comprarme algo dulce –siempre un turroncito de cereales y miel- e ir a la videoteca, o meterme en un local de café a leer o simplemente hacer tiempo hasta la noche.
Para tomar café me gustaba el local de las señoras. Yo les decía “el de las señoras” porque lo atendían dos hermanas y sus hijas adolescentes. Además, las clientas eran siempre un grupo de mujeres de más de cincuenta que tomaban té y comían tortas mientras esperaban que sus hijos salieran de la escuela que quedaba enfrente.
A medida que los chicos iban apareciendo, entre las seis y las seis y media, llegaba la hora de despedirse de sus compañeras de mesa y de pedir, junto a la cuenta, media docena de Queque para llevar.
El local tenía sólo dos mesas: una grande y redonda, alrededor de la cual se sentaban las señoras, y una cuadradita, pegada a la pared, que era mi refugio.
También la videoteca era mi refugio cuando hacía mucho frío, un poco más cerca del hotel donde me estaba quedando. Ahí me fui poniendo al día con la escasísima producción de cine nacional. La mayoría de las producciones actuales eran documentales sobre los carnavales, los más recientes sobre la coca. No quería ver documentales, ya había visto miles en el II Festival de Cine under de Buenos Aires. Yo andaba buscando Los Andes no creen en Dios (2007), filamda en el salar de Uyuni, pero en la videoteca todavía no la tenían, así que me decidí por Chuquiago, también de Antonio Eguino pero con guión de Oscar Soria. Chuquiago narra cuatro historias que se cruzan en la idea de traición y decepción de clase. Un drama setentista que no descuida en su análisis el componente indígena-andino.
Para tomar café me gustaba el local de las señoras. Yo les decía “el de las señoras” porque lo atendían dos hermanas y sus hijas adolescentes. Además, las clientas eran siempre un grupo de mujeres de más de cincuenta que tomaban té y comían tortas mientras esperaban que sus hijos salieran de la escuela que quedaba enfrente.
A medida que los chicos iban apareciendo, entre las seis y las seis y media, llegaba la hora de despedirse de sus compañeras de mesa y de pedir, junto a la cuenta, media docena de Queque para llevar.
El local tenía sólo dos mesas: una grande y redonda, alrededor de la cual se sentaban las señoras, y una cuadradita, pegada a la pared, que era mi refugio.
También la videoteca era mi refugio cuando hacía mucho frío, un poco más cerca del hotel donde me estaba quedando. Ahí me fui poniendo al día con la escasísima producción de cine nacional. La mayoría de las producciones actuales eran documentales sobre los carnavales, los más recientes sobre la coca. No quería ver documentales, ya había visto miles en el II Festival de Cine under de Buenos Aires. Yo andaba buscando Los Andes no creen en Dios (2007), filamda en el salar de Uyuni, pero en la videoteca todavía no la tenían, así que me decidí por Chuquiago, también de Antonio Eguino pero con guión de Oscar Soria. Chuquiago narra cuatro historias que se cruzan en la idea de traición y decepción de clase. Un drama setentista que no descuida en su análisis el componente indígena-andino.
Chuquiago, es un río y también el nombre que lleva un barrio pobre del Alto de la paz. Ahí empiezala´película, en el Alto de los pobres e indígenas, al que luego se le contrapone, Sopocachi, el Bajo residencial de los ricos, blancos, profesionales e ilustrados. El cruce entre las historias se produce en centro criollo de la clase media, en el enfrentamiento entre jefes y empleados.
A esa altura del viaje ya conocía bastante bien las tres zonas. El Alto se parecía bastante a la salada, cerca de Puente de la Noria; y Sopocachi a Palermo Hollywood: lleno de bares chick y chicos bien, publicistas pastilleros, fanáticos del sushi. Era un barrio que nada decía de Bolivia más que por los carteles publicitarios de cerveza Paceña y los locales de Ceviche en los que almorzaba cuando vivía con Steve, frente al Canal II. Todos los gringos vivían ahí o en San Miguel, un barrio relativamente nuevo, onda new rich, donde se asentaba la creme de la creme andina.
Antes de mudarme con Steve, yo vivía en el centro, cerca de la terminal, del casco antiguo y de los mercados, a mitad de camino entre el Alto y Sopocachi. No existía el desayuno continental ni la cocina internacional, se desayunaba té de coca con salteñas de pollo, Pique Macho o platos muy mutantes como para entrarle a las nueve de la mañana. Yo me armaba mi propio combo, licuado de papaya o yogur de coco, pan y queso.
Cuando salí de ver Chuquiago ya se había hecho de noche. Tenía hambre. Pregunté la hora a una señora que vendía garrapiñadas y me dijo que no, que no hablaba inglés. Yo le dije que yo tampoco, que le estaba hablando en castellano. Pero no me creyó.
Cuando salí de ver Chuquiago ya se había hecho de noche. Tenía hambre. Pregunté la hora a una señora que vendía garrapiñadas y me dijo que no, que no hablaba inglés. Yo le dije que yo tampoco, que le estaba hablando en castellano. Pero no me creyó.
Devuelta en el hotel, me dí cuenta de que recién eran las siete y media de la tarde. A las nueve me tenía que encontrar con el trio de tango y Caro para ir a cenar. Empezaba a olvidar mi vida en Buenos Aires. Vivir de la música en La Paz no era un mal plan.
La habitación estaba fría, había dejado las ventanas abiertas. Desde el segundo piso podía ver las luces del Alto ya encendidas. Me abrigué bien, con lana y doble media, y me puse a tocar la guitarra. ¿Qué otra cosa mejor podía hacer?
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